Vamos cumpliendo años y somos las mismas de siempre, pero de pronto hay un hecho casual que nos recuerda que no somos unas jovencitas, y empezamos a reflexionar sobre lo vivido, y sobre todo, comenzamos a ser conscientes de un cambio profundo. Sobre la entrada en la menopausia hay mucho escrito y hablado, una tradición oral que en ocasiones asusta y desinforma. La incertidumbre sobre cómo será nuestra vida lejos de la edad fértil, el cese de la menstruación y la aparición de los síntomas adversos nos sigue como una losa, pero poco se habla de todo lo bueno que madurar trae consigo.

Hace una semana salí a comer con un amigo, un hombre de unos cuarenta años. En el transcurso de la conversación, hilando un tema con otro, me habló de una mujer que había conocido hacía poco tiempo por motivos profesionales y que realmente le fascinó. Tenía en torno a sesenta años, y precisamente fue su seguridad y el aura que sólo dan los años vividos, lo que le cautivó de ella.

Siguió hablando, ya en general, refiriéndose a la fuerza de la mujer madura, una belleza que combina exterior e interior y que difícilmente, decía, puede compararse a la de una joven aún por hacer. En su cara había fascinación y yo me felicité por todas. Su reflexión, muy acertada, aporta otra forma de ver el proceso en el que dejamos de ser unas jovencitas para convertirnos en mujeres que sabemos lo que queremos, decimos no cuando es menester, escogemos nuestro estilo en función de nosotras mismas y dejamos de vivir pensando en qué dirán los demás.

Es un cambio renovador al que hay que ir pisando fuerte, dispuestas a afrontar el futuro con energías renovadas, tomando las medidas terapéuticas necesarias para mejorar las posibles complicaciones y mirando la vida de frente.

Imagen | Olga Palma en Flickr