Todas lo hemos vivido. Nos están contando una historia de miedo, de auténtico terror y, pese a estar empezando a sentir escalofríos, no podemos dejar de escuchar. A veces incluso buscamos esa sensación. Y seguro que alguna vez te lo has preguntado: si el miedo es una advertencia, como una señal roja que nos impide seguir adelante y hacernos daño, algo básico para nuestra supervivencia, ¿por qué nos gusta pasar miedo?
Estamos programados igual que cuando aún vivíamos en las cavernas. Es decir; para sobrevivir en un entorno agresivo y repleto de peligros necesitábamos un impulso que nos ayudara a huir o actuar rápidamente en caso necesario. Pero en el sobreprotegido ambiente en el que nos movemos, no parece demasiado necesario. Además, el cerebro está diseñado para proporcionarnos una especie de “premio” una vez superado el peligro en forma de la catarata de endorfinas que inundan nuestro organismo en cuanto se relaja el subidón de adrenalina. Para lograr esta droga natural, sin embargo, no tendría mucho sentido ponernos voluntariamente en una situación de riesgo absoluto. Así, se buscan sustitutos controlados: los deportes extremos, por ejemplo. O, mucho más inocuo, las historias de terror.
Cuando vamos a ver una película de miedo, por ejemplo, al identificarnos con el protagonista experimentamos esas pulsiones de terror y autodefensa, pero sabiendo a otro nivel de consciencia que es algo que no tenemos que experimentar en realidad. Que estamos a salvo.
Históricamente, además, el miedo ha sido empleado como mecanismo docente. Los mismos cuentos que narramos a nuestros hijos son historias terroríficas: mediante el temor a las consecuencias de los propios actos se inculcan valores como la responsabilidad, la bondad o la obediencia a las normas. ¿Hay algo más aterrador para una criatura que perder a su madre o a su padre? En los cuentos, este personaje protector se sustituye por alguien amenazador e injusto: la malvada madrastra. El bien, la obediencia, siempre triunfan. La maldad, la desobediencia y la mentira (¿recordáis Pedro y el Lobo?) se acaban pagando.
Nuestra afición, una vez abandonada la infancia, por los relatos de terror puede tener que ver con la recuperación de aquélla: regresamos a los días en los que, sentados en torno a la hoguera, se escuchaba al anciano de la tribu impartir sabias lecciones por medio de anécdotas o parábolas repletas de señales inquietantes. Que no tendrían más que una función: hacernos conocer el terror sin experimentar sus consecuencias.
¿Te gustan las historias de miedo?