Estos días estoy pisando la playa por primera vez en esta temporada. Y me detuve a observar los distintos grupos de personas que acampaban tranquilamente cerquita del mar.
Familias con niños muy pequeños en sus piscinitas inflables. Madres abnegadas cubriendo de crema protectora una y otra vez las caras de sus hijos. Grupos de parejas jóvenes compartiendo los recuerdos de la fiesta de anoche. Hombres y mujeres maduros disfrutando del ambiente playero cada uno a su manera.
En cada uno de estos grupos podía distinguir aún sin escucharlo, el diálogo de las mujeres alrededor de cualquier tema. Diálogo que no se interrumpe al realizar alguna tarea o que es el centro de toda la atención de un determinado momento.
Tanto las madres empecinadas en ganarle la batalla al agua de mar para conservar el protector solar sobre esas pieles suaves, como las maduras señoras cuya única preocupación parecía ser estar estupendas. Todas se comunicaban entre si y actuaban en solitario o en grupo.
Es que a cualquier edad, creo yo que los hombres necesitan una actividad física o deportiva para disfrutar de la playa y del mar. Sin paletas, tablas de surf o pelotas de cualquier tipo y tamaño, no encuentran «ocupación» en la playa. Y los tienes allí, sentados en la sillita aburridos después de haber leído el periódico de arriba a abajo.
A nosotras nos basta compartir la playa con una amiga. Para conversar de política o de cocina, rebatir teorías o compartir secretos, para cuidar de los nuestros en común (porque los niños en la playa son de todas, y los cuidamos entre todas) o simplemente para estirarnos al sol juntas, sin más.
Mirando a un amplio grupo de señoras en la playa, abuelas o casi, divertidas y charlatanas, creí entender que hay algo profundo en la energía que transmitían, en una poderosa fuerza femenina capaz de ocuparse de muchas cosas a la vez y también, de relajarse y dejarse mimar por el calor y el vaivén del mar.