Sofá, manta y palomitas. Una buena opción para algunas horas tardías en las que necesitamos desconectar, pero cuando se convierte en costumbre es hora de apretar el botón rojo, llamar a una buena amiga y salir de nuestro hormiguero. Porque, amigas, hay citas que nos llenan de energía y nos dejan tan limpias por dentro que no podemos dejarlas escapar.
Poneos en situación: descolgamos el teléfono y escuchamos esa voz que nos acompaña desde hace años para lo bueno y lo malo. La pereza se vuelve ligera y corremos al armario: vamos a ponernos guapas solo por placer, para nuestro gozo particular. Guiñamos un ojo al espejo y descubrimos que apenas nos hace falta maquillaje, damos un golpe de cepillo al pelo y escudriñamos nuestro perfil, no estamos nada mal y nos sentimos seguras.
La noche avanza, leemos la carta, reímos, probamos platos nuevos, y salteamos la cena con confidencias y anécdotas ya conocidas. Nada mejor que poner en común nuestras preocupaciones más profundas para saber que no son patrimonio exclusivo, que lo que a nosotras nos acucia es compartido y tiene fácil solución. Por supuesto que la tiene, y estamos en buen camino.
Volvemos a casa más altas, más guapas, tranquilas y seguras; contentas de haber dejado descansar el sillón por una noche, enriquecidas y con lazos reforzados. Prometemos que sin excusa repetiremos la experiencia una y otra vez mientras repasamos mentalmente todo lo hablado y reído. Definitivamente, las cenas con amigas tienen un alto poder terapéutico, no las dejemos pasar.
Imagen vía | Inti en Flickr